Un nuevo lunes agotador, pero con un nuevo aliciente (que lo hace más agotador aún): la clase de 13:00 a 15:00 es, de ahora de adelante, precedida por otra de 11:00 a 13:00 basada en la observación del planteamiento y transcurso de una clase de español. Básicamente, se trata de sentarse aparte y tomar notas mientras el resto atiende y te pregunta por las respuestas cada vez que la profesora se ausenta. En el descanse de 15:00 a 17:00, comida en McDonald’s y café revitalizador en Starbucks, acompañado de su “muffin” de chocolate con tropezones de chocolate y crema de chocolate por dentro (pero baja en grasas). Por la tarde, adquisición de una sudadera de la UoC y tarde de perros en West Lorne Street.
El martes, una clase de dos horas que terminó antes de lo normal porque a la profesora le salió de la docencia, clase de español y compra en Iceland - ¡oh, todopoderoso! – antes de comer y contarle cómo ha ido la mañana a la almohada. Sobre las 17:00 (mi hora de finalización de la celebración de la siesta), decidí quedarme 5 minutos más tumbado hablando con la almohada, pero uno de los trabajadores de Iceland tenía una idea mejor: llamarme para decirme que la furgoneta se había estropeado y que nos mandarían el reparto a la mañana siguiente.
“¡Miércoles, día libre!” O eso es lo que habría dicho si no fuera porque ni siquiera había empezado un comentario sobre un artículo periodístico que pude haber terminado en la Development Week, haciendo un hueco entre fiesta y siesta. Total, que, al parecer, fuimos varios los Erasmus que nos pasamos el día entero haciéndolo para poder entregarlo a la mañana siguiente antes del mediodía (más que nada por el público asistente a la oficina).
El jueves, las prisas por entregar dicho comentario antes de las 11:00 y, así, poder entrar a tiempo en clase. No sólo conseguí hacerlo, sino que además conseguí aguantar despierto durante las dos horas de clase de la tarde (sobre un texto que no me había leído) con la única ayuda de un café. Orgulloso halléme de mi humilde y somnolienta persona.
El viernes, una clase que no pasará a la historia ni mucho menos (todos contando cómo fue la noche anterior tanto en persona como por Facebook mientras esperaban a que pasara la hora), compras en Tesco Home (allá por el 5º pino), comida rápida a la vuelta, fútbol 7 entre Erasmus a la luz de los focos y bajo una fina lluvia (¡eso es vida!) y velada nocturna en Powy’s Court, una residencia bastante popular a la que, irónicamente, nunca había ido.
El sábado, los españoles y algunos fans alemanas y franceses nos congregamos en George & Dragon para ver el Inglaterra-España en un bar victoriano acondicionado tanto para las comidas familiares como para las noches de pintas y billares. Lo más reseñable, aparte de la asistencia movida por el patriotismo, fue mi episodio con la bandera que me llevé: se encasquetó de tal forma en la cremallera de la chupa que rozó el estado líquido para luego solidificarse de nuevo y pasar a formar parte de mi vestuario. Cual mago practicando el truco del pañuelo, me acerqué a casa al acabar el partido (bien jugado, Italia) y, emulando a los dirigentes del país, hice recortes en España. Sí, tuve que usar las tijeras.
El domingo, comenzó la liga del club de fútbol 7 y nosotros, ya con nuestro equipo definitivo, que viene a llamarse algo así como “Las ardillitas de Gordon”, empatamos a 1, aunque jugando bastante bien, y nos fuimos por nuestra cuenta a una pista cercana a jugar un 5 contra 5 para ganar puntos de compenetración, como en el FIFA. Contentos con la mañana (con unos 15º y parcialmente nublada, por cierto), nos duchamos, nos dimos un atracón de pasta y pasamos una tarde ermitaña en nuestras habitaciones para recordar por qué nos han permitido venir aquí: tenemos que estudiar.
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